Camino al trabajo. Me encuentro una compañera publicista que me pone un mechero en la mano. Estamos vendiendo mecheros para poder cobrar las nóminas que nos deben, me dice.
Me explica que a su jefe le deben una cantidad superior a los 100.000 euros. Era una agencia de publicidad conocida, su nombre sonaba con una melodía pegadiza en varios anuncios de televisión.
Ahora, sus empleados, venden el stock de artículos de marketing que le queda a la empresa. Únicos activos de una historia de éxitos, fracasos, deudas y facturas por cobrar. ¿Cuántas veces hemos oído esto durante la crisis?
«Nuestro jefe nos debe unas cuántas nóminas, pero se ha portado bien. Por lo menos podemos vender estos artículos en la calle. Yo me voy pagando la letra», me dice otro empleado de la misma agencia que se ha acercado a la conversación que mantengo con su compañera.
Lamentablemente, ejemplos como estos han ocurrido, ocurren y seguirán ocurriendo en el maravilloso mundo de los medios de comunicación. Precariedad absoluta. En mi corta experiencia profesional en el periodismo, que ya va para los 7 años, he vivido sólo dos etapas de cierta tranquilidad.
Me gustaría escribir algo que nos dé esperanza, somos necesarios pero el nivel de precarización a la que nos someten es brutal. No queda casi hueco para la investigación, sólo se lo pueden permitir las grandes emisoras y periódicos, las televisiones se llenan de personas cuya misión es dar espectáculo, no informar, lo cuál es respetable, los salarios de los periodistas disminuyen, y disminuyen, se prima la opinión de los tertulianos migrantes de tele en tele antes que el buen periodismo. Los corresponsales desaparecen, son caros. En fin, lo que lleva años y años denunciando la FAPE y otras asociaciones de periodistas.
Quizás nos transformemos. Quizás podamos evitar que esta profesión se degrade ya hasta un punto impensable. Quizás se haya acabado el modelo de periodismo con redacciones, y todos acabemos trabajando en casa o fuera de ella para un montón de medios. No puedo ver el futuro, sólo expresar mi rabia, por ver a compañeros que no tienen otro remedio que vender en la calle lo último que queda de su empresa.