Si el kárate es un camino hacia el autocontrol, la confianza y la paz espiritual, Javi lo ha recorrido, lamentablemente, por entero. Muchos de mis compañeros podrían escribir líneas y líneas sobre él: más de las que puedo reunir en este recuerdo. Javi les descubrió un deporte, una filosofía de lucha, un camino de trabajo y esfuerzo que se bifurcaba de otros más tentadores para los chavales de barrio pero, sin duda, más perniciosos.
Andaba por los once años cuando le pedí a mis padres que me apuntaran a ese deporte de las películas de Bruce Lee y Jackie Chan. No había nada de peliculero sobre un tatami en el que ya entrenaban algunos de los karatecas que luego serían campeones regionales, nacionales e internacionales.
Quien escribe era un chico tímido, reservado, y manojo de nervios en casa y en la escuela. ¡Charlie, tío serio!… Me solía decir Javi desde su karategui, subiendo levemente los hombros como si colocara los músculos de la espalda y de las cervicales. Siempre con una sonrisa. ¡Sonríe aunque sea para las fotos!, remataba Angelines.
Pronto me dió una primera lección de sensei, de maestro sabio. Me examinaba de un kata, una danza de movimientos eléctricos en la que no puedes saltarte un paso, y me debí saltar unos cuántos. Sin embargo, dijo: Todos le habéis visto hacer bien esta kata, así que, aunque hoy le han podido los nervios, merece pasar al siguiente cinturón. Así era Javi, sabía ser condescendiente con el alumno si había visto un buen trabajo anterior.
En un campeonato me enseñó estrategia y medición de los recursos. En un equipo de tres, yo era el más débil. Sin embargo me lanzó a luchar con un karateca laureado, el mejor del otro equipo. ¡Tú eres peleón y se te ocurren cosas raras, había que probar! Mis otros dos compañeros tuvieron más oportunidades. Yo salí ganando a pesar del resultado en contra. Me había medido a alguien muy por encima de mi capacidad, eso me dió confianza para enfrentarme a otros, también superiores.
Poco después dejé el kárate porque tenía que estudiar para entrar en la carrera que soñaba. Al fin y al cabo tú acertabas la velocidad de la luz cuando preguntaba… me decía. Pero por acertar, varias veces me la quedé al jugar al pilla- pilla del que me escabullía siempre que podía. ¡No arriesgas, Charlie!, solía comentarme.
Y ya con la carrera estudiada, trabajando en La 8 de Ávila, me reencuentro con Javi y Ángeles, gran pareja. Con Javi ya afectado por la enfermedad. Sonsoles, cámara y gran amiga de la familia del Sensei me acompañaba. Cubríamos una carrera popular, creo recordar. Me asombra aún hoy la naturalidad con la que nos hablaba de ese «enemigo», interno, extraño, a la vez huésped y anfitrión que es el cáncer. En su explicación había una esperanza rota por el realismo. Había una mirada que me gritaba: ¡Disfruta el momento! ¡Hoy es el día! ¡No esperes, vive con intensidad!.
Y se despidió con una sonrisa, la multitud se ponía en marcha y no quería perdérselo. Sin palabras, entendí. Ahora toca correr, Charlie, tío serio, ahora toca correr, y pienso aprovechar cada instante de esta carrera. Lleno de confianza, de alegría, como si ya hubiera recorrido el camino y el «ahora» fuera lo único importante. Lo era, era el camino del tigre, el Shotokan Tora que rugía para brillar hasta el último instante. El que nos dió una ruta mejor que la calle.