Acabo de ser testigo de un hecho lamentable. Lo que parecía una lección de vida para una niña se convirtió en un atentado de su madre contra la autoestima de la pobre pequeña. He salido del supermercado, y un poco indignado, me dispongo a relataros el bochornoso percance.
Elegir la cola del supermercado es muy difícil siempre y cuándo no seas una niña de unos 5 años. Un adulto evalúa en qué cola hay menos gente, con menos artículos, con menos intenciones de pagar con tarjeta… Bien, una niña de 5 años pasa absolutamente de todo esto. Conduce a su madre hacia la cola donde puede comprar unos fantásticos cromos de las Monster High (Unas muñecas vampiresas que vuelven locos a los niños).
La niña había conseguido su primer objetivo. Quedaba el más difícil. Que su madre desembolsara la pasta para llevarse los cromos a casa. La niña comienza con un tímido: ¡Quiero uno! ¿Me lo compras?. La madre dice que no, firmemente. Comienza a mascarse la tragedia. La niña insiste, asuma un pucherito a su gesto. Otra vez no, otra vez sin explicación. Una acompañante (quizás, la tía de la niña) dice que se lo gaste de su dinero. La madre insiste en que no gaste dinero en tal capricho. Cuando el puchero se acerca irremediablemente, la madre decide ponerle el caramelo en la boca a la niña…
La progenitora pregunta a la cajera por el precio. Son 6 euros. ¡6 euros, ni hablar!…
Pausa. Para la cinta. Hasta aquí todo regular. La madre no ha dado explicaciones pero la niña puede intuir cierta lección económica: no vamos a gastarnos 6 euros en unos adhesivos bien decorados. Estamos en crisis, tenemos pocos recursos económicos, y además con esos 6 euros hago maravillas en la cesta de la compra.
Vuelve a darle al play. Cuando la niña es una oda al puchero desmesurado, las lagrimillas le caen alrededor de los mofletes como un río descontrolado, la madre paga la cuenta. No contenta con ver a su hija hecha un cromo de llanto, desenfunda su dedo índice. ¡Oh no! ¿Es posible lo que estoy viendo? Increpa a su propia hija (bendita criatura) con varios: ¡Parbulita! ¡Parbulita! ¡Parbulita! ¡Parbulita!…
Cuando ha conseguido que todo el mundo se la queda mirando, se da por satisfecha y se lleva a la niña. Sus pucheros son ya las catarátas del Niágara. Humillada, herida en su débil autoestima y con el convencimiento de que la diferencia entre las compañeras de su clase y su madre sólo las marca la fecha de nacimiento que pone en el DNI, la niña sale del supermercado a llanto vivo.
La cajera me mira. Un tanto alucinada por la situación como yo. Nuestra conversación:
– Pobre niña– le digo.
– Pues sí, humillarle de esa manera su propia madre– observa la cajera.
– Con habérselo explicado hubiera sido suficiente– repongo pensando que yo no soy padre y a mí quién me manda meterme en la educación de la probre niña.
– Es que la ha humillado. Podría haberle dicho que no tenía dinero para comprárselo y ya está– concluye la cajera mientras me da el ticket.
Esta es una de las escenas por las que me decidí hace tiempo a tratar de aprender todo lo posible sobre educación. Es de sentido común. Esta madre, no creo que me esté leyendo pero me da igual, quizás debería hacérselo mirar por un especialista.
La niña ya tiene a su alrededor todos los días en la escuela un montón de niños dispuestos a meterse con ella, hacerle rabiar, tirarle de las coletas… etc. No necesita que su madre se comporte como una parbulita. Más que nada porque la inmensa mayoría de sus compañeros de clase tienen 5 años y muestran ya más respeto por ella que su propia madre.
Un niño no entiende de «noes» a no ser que se lo expliques. Y puede que tampoco lo entienda, pero humillar así… ¿a tu propio hijo? A mí, no me cuadra.
Autocrítica: Quizás debería haberle dicho todo esto a la cara a esta madre desconsiderada con su propia niña. En vez de eso me desahogué con la cajera y con este pobre blog.