El encuentro con las raíces en Santo Tomé de Zabarcos

La Moraña te suele abrumar con su cielo abovedado, atravesado por el encanto, el silencio, y, a veces, por una tormenta que despide abril aporreando la viejas tejas castellanas y las paredes de adobe. Hoy era uno de esos días de brasero encendido, resguardo en las faldas de una mesa y compañía familiar. Y así lo he sentido en el regreso a uno de los pueblos de mi infancia: Santo Tomé de Zabarcos.

En la vieja escuela aún se conserva una de aquellas pizarras negras que se empotraban en las paredes. «En el otro lado había otra», me comentan. Y entre medias, alumnos y profesor, en aquellas paredes que han soportado una Guerra Civil, un cambio de milenio y quién sabe si aguantarán el despoblamiento tremendo al que se somete nuestra Castilla.

Muchos de los que estaban allí habían ido a esa escuela. Alguna vez entré en ella, para verla por dentro: un viaje en el tiempo, una proyección hacia el pasado. Hoy no ha sido así, hoy me he trasladado al futuro.


Aquellas gentes que conocí de pequeño guiado por mi madre y por mi abuela habían avanzado mucho, ya no eran las mismas. Omitiré nombres, porque creo que es mejor así, al fin y al cabo ellos saben.

Sé que mi familia nunca olvidará la ayuda que nos dieron tantos años en el cuidado de mi abuela, en la compañía y en la solidaridad. Hace ya años, la abuelita a la que ahora firmo un libro sufrió una operación que le dejó sin voz. Aprendimos a entenderla por el movimiento de los labios y alguna vocal que de vez en cuando parecía aprovechar una brizna de aire para pronunciarse, pero poco más. Increíblemente, entiendo que me pregunta por uno de mis familiares y respondo como si un diálogo de los más natural se estuviera estableciendo entre quién habla sin sonido y quién interpreta un movimiento, en vez de una palabra.

Su hija me recuerda que en aquellos años de la vieja escuela había maestros mejores y peores: desde los que hacían dictados «larguísimos» y ponían problemas muy complicados para aquellos niños, hasta los que transmitían una pasión increíble por el conocimiento. «Yo disfrutaba con los cuadernos que traían mis hermanos de la ciudad, tenían muchos colores, buenas explicaciones, casi aprendía más con aquellos libros con los cuadernos de la escuela». Eran tiempos diferentes. Recuerdos de unos pueblos a los que sólo llegaban escasos materiales didácticos. Por cierto, entre ellos, me encontré este antiguo tesoro: El cielo, lecturas científicas sobre astronomía, de Victoriano F. Ascarza, en el que Marte se considera planeta habitable, quizás ahora diríamos que está en la zona de habitabilidad:

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¿Qué niño no siente fascinación por el universo? Creo que niños, lo somos un poco todos, cuando miramos al cielo y nos encontramos con la inmensidad de la noche, con la gigantesca Vía Láctea, o buscamos la Osa Mayor, porque es lo poco sabemos de Astronomía.

Pues parece que de pequeño, le contaba historias sobre la Luna a otra abuelita, madre de una panadería y de toda una saga que sigue ofreciéndonos el producto de un horno de leña que se encuentra al otro lado del pueblo: una excursión para un niño de entre 3 y 4 años. Un niño que cada vez que aparecía por allí se quedaba fascinado con el funcionamiento de aquella campana, quizás hecha de adobe, no lo sé, al estilo de los hornos castellanos, que no son más que una evolución de los romanos. Y un día, según me cuenta la hija de esta abuelita panadera, le mostraron a aquel niño un nuevo horno eléctrico, colocado al lado del anterior. El niño no paró de hacer preguntas: ¿para qué sirve este botón? para encederlo ¿y esté? para subirlo al primer piso ¿y este otro te lleva más arriba? sí, hasta la Luna si quieres… Ese niño debía ser yo, porque ya no lo recuerdo, pero es lo bueno de regresar a lugares de tu infancia. Otras personas con la memoria más consolidada que la de un pequeño, te traen pequeño trozos de historia, con los que has convivido sin darte cuenta, que han formado parte de tu subconsciente y de tu historia.

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Miraba de un lado a otro y veía a amigas de mi madre, de mi abuela, vecinas y vecinos que recordaba en diferentes momentos de una infancia hoy difusa en mi mente. Quizás de algún paseo por el pueblo, de ir a buscar a mi abuela a las partidas de cartas (el julepe) y correr por la era para jugar al fútbol con mi padre, mis hermanos y la juventud del pueblo…, de los juegos con una amiga a la que un día volví a ver después de tanto tiempo, ya con un hijo entre sus brazos…  de oír llover medio dormido mientras mi abuela escuchaba la radio… quizás de eso pueda tener un recuerdo claro, pero poco más.

Son mis padres y mis tíos los que también me evocan innumerables recuerdos del pueblo. Siempre que paso por la plaza, como una fantasía infantil de esas que imaginas para tratar de vivir como en una película algunos momentos claves de la vida de tus padres, trato de reconstruir el momento en el que se conocieron en un baile del pueblo.

Mi tío, en el pueblo, era conocido como Kubala. Jugaba muy bien al fútbol. Pero se tuvo que ir del pueblo muy joven a trabajar a Madrid. Durmió en una marisquería cuando buscando trabajo encontró además cobijo. Eran tiempos duros. Pero ahora, sigue recordando todo con mucha alegría, hasta las penalidades, y le ve bromear con que pongamos una placa en la casa de mi abuela: «Aquí nació Kubala», entre eso y los pasteles que nos ha encargado, vamos a tener poco trabajo.

Ya sólo me queda agradecer a la alcaldesa el acto cultural organizado. Una alcaldesa que es de las que hace política de verdad, esa que consiste en ponerse al servicio de un sueño: revitalizar un pueblo castellano que con dos panaderías, una Iglesia, algunas casas rurales y un bar, trata de sobrevivir a unos tiempos, que como dice el párroco del pueblo «no sabemos a dónde nos llevarán».

Gracias al acto conocí también a Rosa Jiménez Alameda, que ha escrito un libro sobre sus recuerdos del pueblo y de la infancia en honor a una promesa que hizo a su marido: la de agradecer la ayuda que recibió del pueblo. Una historia de guerras, de soledades, de fé que mueve montañas y que es capaz de esperar 12 años a ver si un soldado vuelve de una Guerra de la que sólo había malas noticias, y luego soportar la peor de las guerras, la guerra entre hermanos, la Guerra Civil.

Gracias por la escucha y el apoyo recibido.

Carlos Alameda

30/04/2017

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